17/9/09

Defensa de la tristeza

A los idiotas que inventaron la revolución industrial se les ocurrió hace muchos años desprestigiar a la tristeza.
O sea que podías ser proxeneta, mercenario, pirata, esclavista o asesino; lo que no podías ser era ser (a veces) triste.
La gente huía de los tristes porque suponía –y con razón- que la tristeza era una señal de desadaptación.
Nada más calumniado, desde entonces, que la tristeza. Contra ella han librado campañas demoledoras desde hace 300 años, pero ninguna como la que libraron, en las últimas décadas, los jefazos de las corporaciones, los neocon y su corte de violentos fronterizos, el departamento de mercadotecnia de Monsanto, la televisión de los rufianes.
Es que la tristeza no es capitalista. En cambio, si prescindes de toda tristeza Hollywood te parecerá una maravilla y la moda de la casa Versace un arcoiris y hasta Obama te parecerá un profeta disfrazado de rey mago.
Y, sin embargo, a pesar de tantas difamaciones, una cierta tristeza de fondo suele ser hija de la lucidez. Jamás he visto a una persona sabia que no tenga una pincelada de tristeza.
No hablo, claro, de la tristeza cursi y con tundete de jarana. No hablo de la tristeza que paraliza y que inutiliza. Hablo de ese halo fino que procede de la conciencia de la muerte. Y que vuela al lado del águila mayor, que es la idea de lo absurdo.
Para exterminar a la tristeza crearon fábricas argentinas de psicoanalistas (los hay también muy buenos), submarinos de fenobarbital, obleas de serotonina y/o dopamina, y, más radicalmente, una Disneylandia hecha de puro litio fluorescente.
Persiguen a los tristes en este mundo donde Ricky Martin ha sido el logotipo de la vitalidad. Los abalean con píldoras, consejos, fórmulas magistrales, flores de Bach (cuando las únicas flores de Bach son sus suites para viola).
Les temen y les quitan el empleo. Porque los tristes son una pelusa en ese mecanismo que no puede chistar ni chirriar. Son la nube negra en el cielo pintado por los escenógrafos de Mobil Oil.
Son la presa que no se deja cazar, el borbotón de vida que no pudo embotellarse.
Se odia a la tristeza en este mundo donde el Éxtasis entona, la cocaína anima, la marihuana rima y la guerra se prepara en los países que ya la perdieron. Todo se tolera excepto la tristeza. Desacredita la tristeza porque mancha el curriculum vitae y te puede sacar del fiero mercado en el que toda duda es sospechosa y toda pregunta en torno al asesinato que vas a cometer te descalifica.
Por todo eso y por muchas otras razones yo amo la tristeza desensillada y simple, pura y desvergonzada, mundial y necesaria si quieres demostrarte que estás vivo.
Repito: no hablo de una tristeza crónica que te paralice sino aquella ráfaga de tristeza que te recuerde tu humanidad, los hijos que vuelan, el parecido con la gotera que puede tener el tiempo y el paso de los días enroscados.




César Hildebrandt.

15/9/09

Siglos Cretinos

Hace años le escuché decir a Don Hewitt, el creador y productor de “Sesenta minutos” que se acaba de morir, que no se sentía cómodo en el siglo XXI. Lo decía hablando del vértigo, de la impiedad, de la uniformidad y de los excesos de la tecnología.

Era una manera de decir que tampoco se sintió muy bien en los últimos 20 años del siglo XX, preludio analógico de lo que estamos viviendo.

Me sentí plenamente de acuerdo con el viejo Hewitt.

Carezco de Twitter, no frecuento el Facebook, jamás tuve un Blog, desconozco al Blackberry, me libré de los iPod Touch, renuncié a estar de moda, amo los escritorios viejos, creo en los libros, mi reloj sin cronómetro me sigue gustando, uso la computadora como si fuera una máquina de escribir (y aporreo su teclado como si de una Remington se tratara), me he visto obligado a comprar discos compactos, MTV no me emociona, uso el celular con cada vez más renuencia, me aburría soberanamente con las hazañas gravitatorias de los plomazos del transbordador, y en general, tengo ante esta proliferación de prodigios la sensación de que hemos hecho un mundo a la medida de Madonna.

¿Quién diablos nos ha dicho que la rapidez es más importante que el mensaje? ¿Era menos Miguel Strogoff acaso? ¿Cuando el cartero tocaba dos veces la gente no era feliz? ¿Qué hará el Nintendo, a la larga, en el delicado cerebro de los niños?

¿Quién demonios dice que la búsqueda electrónica es más emocionante que la que hundía a Marlowe -y antes a Holmes- en archivos amarillentos? ¿Estamos hechos de píxeles? ¿Quemarán las bibliotecas?

¿Y qué importancia tiene aproximarse a la última partícula de la materia -y aun de la antimateria- si no podemos entender que la materia más preciada, la Tierra en su conjunto, es una madre herida por nuestros desechos?

El siglo XX fue bastante cretino por su maniqueísmo, eso que alguien ha llamado, con razón, una enfermedad de la inteligencia. Pero si el siglo XX fue cretino, detesto igualmente la arrogancia cretina del siglo XXI: sus mares de jóvenes machacados por el mismo ritmo, una misma ideología que niega toda trascendencia, una misma codicia que brutaliza toda relación, una misma resignación que empobrece el espíritu.

Tuve un sueño el otro día: regresaba del trabajo en un Packard pesado y llegaba a una casa con el piso de madera real y encendía una radio de bulbos (Phillips, también de madera) y me ponía a oír radio Selecta.

Un gato gordo me miró a los ojos, reconociéndome.

Miré por la ventana y pude ver el cielo. Hacía frío pero el cielo no era una telaraña de cables telefónicos.


César Hildebrandt
Columnista